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Recordando a Arguedas y Maruja Martinez
Oscar Ugarteche
Recordando a Arguedas y
Maruja Martínez
 
Oscar Ugarteche
 
 
Mi relación con Arguedas se limita a una receta de pallares que me dio Alberto Escobar en una noche de fiesta con Peter Elmore. Esa noche, mientras cocinábamos los pallares con rodilla de chancho, Alberto contaba cómo había sido la mesa redonda donde maltrataron innecesariamente a Arguedas sus amigos, que sabían cómo sufría cuando decía que él no era un “aculturado” mientras andaba de la mano con la elite intelectual y artística de la época. “Un aculturado ¿de que?” me quedé pensando cuando leí por primera vez la frase en El zorro de arriba y el zorro de abajo. Entonces yo estudiaba en Nueva York y el maestro acababa de matarse. La noticia estaba en el recorte que me envió un amigo dentro del libro en ese junio de 1969. Y siguió Escobar contándonos sobre Arguedas cuando se apagaron las luces y las bombas sonaron a lo lejos. Entre velas cenamos los tres a horas avanzadas y finalmente se fueron caminando a sus casas que estaban a corta distancia de la mía. He visto repetirse la historia de Arguedas en muchos otros con frecuencia desde que oí el cuento y leí el primer borrador del libro de Alberto, fruto de la mesa redonda. Algunos emigraron, otros se mataron, otros nomás se murieron pronto en estos veinte años transcurridos desde esa noche de 1987. No he vuelto a escuchar la frase “ser un aculturado”. Se escucha alienado, acomplejado, pero aculturado —sin cultura—, no.
 
Celebramos el 16 de agosto un cumpleaños más de nuestra madre teresa, Maruja Martínez Castilla, quien logró en sus 55 años de vida casi cumplidos, mostrarnos cómo era posible ponerse por encima de las circunstancias y juntar gente con opiniones distintas a discutir y llegar acuerdos —o desacuerdos—productivos y positivos. Venía ella cargada del dolor de los pongos durmiendo en la puerta de su cuarto en Jauja, de la experiencia de la división de la izquierda y de ser ella misma víctima de discriminación por ser líder política a los veinte y tantos años en un medio donde los dirigentes estudiantiles de su partido, perseguidos o encarcelados, no permanecían ajenos al machismo general. Ella no fue una “aculturada” ni menos aun una acomplejada ni una alienada. El partido, cuenta ella en su texto, ayudó a los dirigentes hombres a salir de la cárcel pero la dejó a ella dentro porque era “poco el costo”. No salía de su asombro cuando lo escribió y menos cuando le hice ver que había sido victima de una discriminación atroz no por razones político partidarias sino por ser mujer. Que su tema político era ser mujer. Tardé seis meses en contestarle desde Noruega la carta comentándole su extraordinario manuscrito que fue su único texto. Maruja a su modo y desde su cuna buscaba la igualdad, sometida al mismo tiempo a su cultura y a su historia, ambas irremediables. Sufría de los mismos jirones que Arguedas. Estaba tironeada entre su ser y su deber ser kantiano. Entre su ser y su querer ser moderno. Nos enseñó que el compromiso es integridad y que las ideas son el motivo de ser de las personas, inclusive llevándolos hasta su negación. Arguedas hasta la muerte.
 
Hace 34 años José Maria Arguedas se pegó un tiro y se lanzó al estrellato de la posteridad con el argumento sólido de que no soportaba seguir viviendo en un país tan lleno de injusticias. Desgarrado entre ser un zorro de arriba y ser un zorro de abajo. Es posible que fuera una depresión o nomás que una mañana de otoño el gris limeño lo terminara de hundir en esa modorra que impide pensar que al otro lado del año quizás regrese la luz y la esperanza de que el año próximo será un poquito mejor. Arguedas se mató en el cuarto de hora donde el Perú fue un poquito mejor para muchos y comenzó a intentar ser un país moderno. Se apagó en ese ángulo de la historia que abrió espacio a la extinción de los latifundios, que sentó a los obreros en los directorios de las empresas, que repartió utilidades, ese momento en que pareció que el Perú podía ser otra cosa, ese pico histórico de los ingresos personales y el auge máximo de la clase media profesional formada en los colegios fiscales y las grandes unidades escolares. Se mató finalmente cuando intuyó que después de la luz posible, llega la oscuridad segura, y no lo soportó. O quizás estaba deprimido en ese otoño cuando se había anunciado la reforma agraria y el lema “los patrones no comerán más de tu sudor” prometía otra cosa.
 
A Arguedas lo maltrataron porque siendo antropólogo se dedicó a la literatura y escribió esas dos novelas magistrales Los ríos profundos y Todas las sangres. El delito de haber escrito las novelas fue duramente pagado en una mesa redonda en el IEP que Alberto Escobar finalmente transcribió para dejarlo como un testimonio de lo que aconteció a su amigo. El Perú le pasó a Arguedas. Eso fue. Maruja se fue a la cárcel por mujer y Arguedas por literato siendo antropólogo. A Arguedas lo mataron sus amigos, como él mismo dice en su carta final, porque le dijeron que no entendía nada. El relato de Escobar es notable por la crueldad, despectiva y hasta irónica, con la que sus pares tratan al hoy icono. Le hicieron eso que nos hacemos los peruanos todos los días: lo menospreciaron. Fue una época de chicos genios, de la generación del cincuenta en su plenitud, de los social progresistas, de los Salazar Bondy —muerto tan a destiempo como Arguedas mismo. El Perú le ocurre a muchos y los mata. Los talentos en el Perú se mueren de desesperación temprano en su vida, como Roberto Miró Quesada, Tito Flores Galindo, Beto Montalva, Hugo Salazar del Alcazar, el notable Daniel del Castillo —los muertos a destiempo de mi generación.  Otra muerte es el exilio. Dicen que somos como un balde cangrejos, que donde sube el uno hunde al otro. Es peor, es de alacranes. Ni nos queremos ni nos perdonamos, no se bien qué. El éxito ajeno esta castigado y el reconocimiento del otro nos cuesta sangre.
 
Ser peruano es un padecimiento, decía el cómico Sofocleto. Yo diría que es una militancia. Uno no es nacional del Perú sino su militante. Algunos lo sobreviven, otros lo sufren, otros sucumben jóvenes pero ser peruano no es ser un cantante de la muerte sino recordarla para disfrutar de la vida con más sabor. Ese es el sentido del yaraví, del vals y seguramente de más tipos de música que no conozco.
 
No tenía importancia la vieja pregunta de qué es ser peruano, cuando en el siglo XIX los soldados peleaban la batalla de la Independencia y no sabían en qué bando estaban. Ellos, los soldados, estaban perdidos de todos modos, aunque ganaran la guerra. Esa vieja pregunta sigue en pie. Pueda que el país eche a sus ciudadanos fuera de sus fronteras para ganarse el pan con honradez pero hoy ya no estamos perdidos irremisiblemente. Hay chispazos de esperanza. En el fango de nuestro infortunio vimos el final de una guerra violenta, que se cobraba la revancha sobre las pequeñas formas de opresión que reflejaban la gran opresión que esos intermediarios sentían. Sendero no mató a un jerarca jamás; mató a los símbolos del poder en el pueblito donde entraban y cuando finalmente llegó a Lima, mató demencialmente a decenas de familias de clase media. La reverencia por el Poder los liquidó, felizmente. No es igual la revancha sobre un símbolo que sobre el Poder. Se equivocaron y la crueldad de esta revancha los llevó a su desmembramiento rápido y sin dolor para sorpresa de muchos. La pregunta que queda rondando es por qué unos peruanos en el nombre de la liberación mataron a quechuahablantes que estaban tan o más oprimidos que ellos mismos y dejaron impoluta a la elite que se vio más bien afectada por el MRTA.
 
Hoy podemos hablar de estas cosas y reflexionar de manera colectiva sin ser llamados apologistas del terrorismo porque tenemos democracia. Esta también la conquistó el pueblo con su esfuerzo, ganando la calle, perdiéndole el miedo al dictador. Los estudiantes aterrados por la desaparición de otros estudiantes a manos de uniformados vencieron el miedo y dejaron de protestar a través de sus canciones para hacerlo en las calles. Dejó de ser la generación X indiferente a todo. Aquí no lo fueron aunque algunos lo intenten. ¡Qué trabajo conseguir esta democracia después de tanta autocracia tan repetida en la historia siempre en el nombre de la eficiencia y del control contra la insurgencia, y de tanta violencia y tanta muerte impune!
 
La elite peruana, afectada en la década del 70 en el centro simbólico del poder que otorga la propiedad extensiva de la tierra y de la banca, fue golpeada en los años 70 por la necesidad de mantener el pudor. Enrostrar la riqueza era de mal gusto: “no se muestra el pan delante de los pobres”. Fueron veinte años de moderación, de pudor frente a los desposeídos, de temor que “bajaran de los cerros” y luego de certeza de que habían “invadido la ciudad”. Los “otros” habían llegado a caminar con sus quenas por las playas del Sur y ser ambulantes en las calles del centro de Lima, destrozando lo que había quedado de la ciudad jardín después de los impulsos modernizadores de los años sesenta. Lima estaba dejando de ser sí misma, una ciudad habitada por blancos y negros, y comenzando ser la síntesis del Perú entero. Entrados los años 80, el centro de Lima estaba tan perdido que era irreconocible la ciudad capital de una colonia extensa. Los peruanos nos encargamos de darle la espalda a la historia y destrozamos o dejamos destrozar una joya arquitectónica como también dejamos destrozar lo construido antes de la Colonia y no nos relacionamos ni con lo que fuimos antes de la Conquista ni con lo que fuimos luego. El recuerdo de vencedores y vencidos nos agobia y por fin no queremos ser ni lo uno ni lo otro, sino peruanos de todas las sangres como nos proponía Arguedas desde su constatación que éramos una sociedad que se veía a sí misma constituida por vencedores y vencidos. Él no quería ser un vencedor pero no podía remediarlo porque había nacido allí. Y se mató. Si hay algo poco moderno, es el determinismo histórico. La capacidad de moldearnos en el espejo de nuestros pares y de nosotros mismos es la plasticidad de mejorar, de remontar, de sobrepasar. El vencedor Pizarro salió de la Plaza de Armas, hoy Plaza Mayor, porque finalmente a un alcalde se dio cuenta de que era demasiado enrostrar un estado actual de cosas y no permitir que nos veamos en el espejo como diversos entre iguales. Todas las sangres son esa diversidad pero finalmente en el  mismo espejo. Es un espejo fragmentado que refleja hasta ahora diferentes ángulos pero donde finalmente es posible que se junten dos distintos sin que medie Felipe Pinglo con su relamido vals. No son los años 30. Ya no. El “yo humilde plebeyo” no se le ocurre ni a más borracho ni menos el “ella de noble cuna”. El escenario no existe más por las reformas de los años 70 esencialmente. Dice Quijano que la elite peruana es inestable, que por eso no tenemos desarrollo económico, a diferencia de la brasileña o chilena o colombiana. Lo peculiar es que siendo inestables las prerrogativas del poder estén vinculadas a la historia más que al dinero. Es decir, el poder funciona no solo por dinero sino por elementos simbólicos, como en las tribus primitivas que estudiaba Margaret Mead. Felizmente eso también está comenzando a ser superado. No obstante el poder nace del Estado y de la relación con el Estado que facilita el dinero o el prestigio. Esto no se ha superado sino se ha enraizado o peor, ha regresado con más fuerza después de que los llamados liberales usaran con fruición las arcas públicas.
 
Un pasado conformado por vencedores y vencidos ha dejado como huella que los vencedores tengan su propia ley —que era la del rey de España— mientras los vencidos tienen la ley territorial. “Usted no sabe con quién está hablando” marcaba la diferencia entre un privilegiado sujeto a las leyes del Rey y un humilde criollo que debía acatar las leyes territoriales. Los indios tenían, por su parte, su propia “República de Indios” con sus leyes y así se evitaban la incomodidad de la igualdad ante la ley. Tres leyes distintas para diferentes grupos hacían muy difícil saber con quién se estaba hablando. Una constatación contemporánea estudiada hasta el aburrimiento es la cantidad y calidad de la informalidad peruana que puede entenderse como una porción sustantiva de la población que tiene una ley propia que es ajena a la ley escrita. Igualmente se constata los grados de corrupción en el Poder Judicial y más grave, la repetición del “usted no sabe con quién está hablando”, ahora cargado con la prepotencia del pequeño poder. En este orden de cosas, el camino hacia la ley única para todos los ciudadanos, reflejados en el mismo espejo en su diversidad, sería el gran salto a la sociedad de todas las sangres.
 
Las reformas económicas llevadas a cabo en el Perú fueron una revancha sobre las reformas de la década del 70. “Nos habían quitado las haciendas” dijo algún abogado cercano al régimen de Fujimori refiriéndose a la reforma agraria.  Más explícita fue la afirmación de un ex primer ministro de Fujimori cuando me dijo que con las reformas se habían compensado las cosas. Que a él lo habían expropiado varias veces, una vez la hacienda —lo que corresponde con la realidad porque perdió la hacienda familiar de muchas generaciones—, otra vez con la comunidad industrial, porque le sentaron un cholo en el directorio y le expropiaron la privacidad del directorio. Lo paradójico es que mientras tanto fundó una financiera y un banco y con las reformas ideadas por él tuvo que vender ambas o quebrar. Eso sin embargo fue menos traumático que lo anterior. Adonde apunta este racconto es a que el trauma de los “vencedores” vencidos por Velasco representa un golpe narcisista, sentido más en el amor propio y la dignidad que en el status económico real.
 
Eso hace a que las elites se hayan vistos dos veces golpeadas en treinta años, sin contar la hiperinflación de fines de los ‘80. Se ha convertido en una elite flotante que no piensa en su perpetuación ni en la perpetuación de su status sino en que sus hijos se vayan del país porque “este país no da más”. Las elites normalmente se piensan como imprescindibles para la marcha nacional porque dentro de esa marcha mantienen su poder y status. No es igual ser un extranjero rico y latino en Estados Unidos que ser el dueño de, digamos un diario nacional o accionista de una empresa minera grande, o ambas cosas.
 
Es la revancha lo que explica la agresividad del discurso del entonces ministro de Economía y de sus asesores refiriéndose a la “estupidez” y lo “mal hecho” que estaba todo antes de su llegada. El proceso de reformas peruano no fue de ninguna manera uno pensado con la cabeza sino nacido de la ira del pasado y del deseo arrogante de recuperar la posición de vencedores. En el aspecto externo fue un plan de gobierno importado y puesto a funcionar con técnicos importados y dinero prestado igualmente importado. La tragedia es que los técnicos importados tenían pasaporte peruano en alguna parte. Su desempeño fue un ejemplo de cómo no hacer las cosas. La llamada “clase dirigente” demostró en los noventa que parece estar mejor dotada para sentarse en Acho que para pensar el futuro de su país.
 
Queda la interrogante de cómo es posible que el Perú fabrique al mismo tiempo a Vladimiro Montesinos, Abimael Guzmán, Mario Vargas Llosa, el padre Figari (fundador de los Sodalicios), Hernando de Soto, todos ideólogos reconocidos internacionalmente. Antes, también al mismo tiempo a Mariategui, Haya de la Torre, Víctor Andrés Belaunde, José de la Riva Agüero, Jorge Basadre y Luis Valcárcel. Y fabricamos a Arguedas solito en medio de la nada reclamando igualdad.
 
El Perú tiene problemas económicos serios. El ingreso por habitante no crece hace varias décadas; las exportaciones crecen y la deuda externa también, lo mismo que la migración de los que huyen del país, tanto que las remesas enviadas del exterior se han convertido en una ítem principal de la balanza de pagos. Lo más grave es no obstante la estructura social peruana que dio lugar a un régimen mafioso que usó el poder simbólico para favorecer al poder real y enriquecerse en el camino. Esa estructura social y esos códigos marcados por la huella de la historia son los que debemos superar para crecer económicamente de tal forma que el 40% de la población no esté en la miseria. La miseria peruana tiene su causa principal en una distribución terrible del ingreso. La educación peruana, tan importante hasta la década del 70, colapsó en las dos décadas sucesivas donde se registraron aquí los peores niveles de aprendizaje de América Latina, en medio de uno de los gastos en educación más bajos de la región. La indiferencia frente al “otro” ha llevado a que el gasto por alumno se reduzca al 25% de lo que fue a mediados de la década del 60. Fuera porque el gobierno militar no iba a negociar con un sindicato aprista, o uno controlado por Patria Roja, o porque en la democracia ningún gobierno iba a negociar con Patria Roja, quien controla el SUTEP, todos los gobiernos ignoraron que el progreso económico iba a estar ligado al impulso del conocimiento. Dejaron a los ciudadanos peruanos a la deriva en términos históricos, inermes en una verdadera “sociedad de la información”. Prefirieron producir la pobreza desde el Estado pagando sueldos de vergüenza que considerar al “otro” para negociar.
 
Exactamente estos mismos problemas son los que debatieron en los años veinte nuestros antepasados y fueron la razón de los exilios de unos y otros. Son los que aparecen igualmente detrás del suicidio de Arguedas y constituyen el debate que existe hoy sobre el futuro del país. Remontemos a un mañana donde esto se lea en los libros de historia como una página volteada y donde la justicia para los moradores de Ilave y para los banqueros sea la misma. Donde no se reserve el derecho de admisión y donde la ley sea igual para todos sin distinción de raza, ideas políticas, sexo, orientación sexual, religión, discapacidad ni ninguna otra razón. El grueso de los peruanos de todo el Perú dice que no somos iguales ante la ley, dos tercios dice que no exigimos nuestros derechos y tres cuartas partes dicen que no somos conscientes de nuestros deberes y obligaciones.
 
Nos queda intentar respetar al otro. Mi optimismo es poco porque veo que la juventud repite los viejos vicios de la nuestra y no tenemos cómo advertirles que la intolerancia, la autorreferencia y la negación de la historia solo llevan a confrontaciones estériles. Lo que hará al Perú que todos queremos es poder salir a marchar codo a codo, mano a mano, con la frente en alto, orgullosos de ser todos iguales. No queremos volver a escuchar “si ustedes quieren marchar con nosotros, únanse” sino “marchemos juntos”. Ese “juntos mañana” se lo quiero dedicar a mi amiga Maruja en sus 57 cumpleaños y al maestro Arguedas que se mató desesperado para hacernos pensar que no podíamos seguir ignorándonos los unos a los otros, maltratándonos y negándonos como negamos la historia y como negamos al otro.
 
 
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