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Lo impuro y lo contaminado Christian bendayán: Un pintor de la selva (urbana)
Gustavo Buntinx

Lo impuro y lo contaminado

 

Christian bendayán:

 

Un pintor de la selva (urbana)*

 

 

Gustavo Buntinx

 

 

 

LA COEXISTENCIA DE LO IRRECONCILIABLE

 

 

Una vibración nueva recorre a la cultura peruana. Una irradiación urbano-popular de procedencias mezcladas que, sin embargo, encuentra en la amazonía el tórrido caldo de cultivo para varias de sus sensaciones más extremas. Ciudades tecno-tropicales cuya (post)modernidad chirriante permea a las industrias de la música y del espectáculo para desde allí redefinir los imperativos contemporáneos de nuestra visualidad de masas.

 

 

También los de cierta plástica erudita. Y es precisamente un pintor nacido en Iquitos a fines de 1973 quien ha sabido llevar esta renovación a los espacios protegidos del arte. Esta perturbación: Christian Bendayán (des)articula sus cuadros con imágenes y materiales que ponen en ruda fricción, sobre un mismo soporte, ese archipiélago de temporalidades dislocadas que con demasiada ligereza solemos llamar Perú. En sus lienzos conviven pinceladas al óleo de refinado realismo con chabacanos brochazos de esmalte o pintura látex –e incluso pedazos de espejos rotos a la usanza de cierta decoratividad vulgar (Rosa, 2000). La intensidad “académica” de algunas representaciones contrasta así, en un solo cuadro, con la formalidad estridente de una estética callejera o de cantina. O sencillamente de pobretona sala-de-estar.

 

 

La coexistencia de lo irreconciliable: sin duda un señalamiento de nuestra (post)modernidad hecha pedazos –y sus recomposiciones populares. Pero también una gozosa reivindicación de la pintura misma como vehículo pleno y apto para la expresión de esa complejidad. Celebración marcadamente erótica, aunque no menos crítica por ello, como lo indica la sexualización sesgada de buena parte de las imágenes así producidas.

 

 

 

LA ESCENA PRIMARIA

 

 

Pero la lubricidad final de los cuadros de Bendayán suele estar no en sus insolentes primeros planos sino en la sensualidad decorativa de sus fondos. Los bajos fondos pictóricos en que el artista funde lo público y lo privado bajo una misma descarnada mirada. Como en la intimidad edípica que una primera versión de Mi madre y yo (1999) proyecta al “mal gusto” de la decoración pequeño-burguesa entendida como una voluptuosa construcción estética. Y su segunda interpretación (Recuerdo de tu hijo - Mi madre y yo 2, 2000) deriva hacia una desaforada ornamentación “chicha” para la escamosa imagen materna con desproporcionada cola de sirena.

 

 

La mujer fálica. El coito paterno. La escena primaria. Pero la sombra edípica que así se configura puede igualmente ser un fulgor. El destello estridente del anillo en esta representación posterior revela y exalta la presencia sutil del aro matrimonial en la inicial. Esa alianza de oro es sin duda el punctum final e inconsciente de la imagen toda: casi la única joya que el cuadro conserva de las varias exhibidas por la madre del pintor en la perturbadora fotografía que sirvió como modelo. El incesto y su interdicción paterna, desplazada también al aparato de radio que el artista abraza ensoñadamente desnudo, acaso evocando la importante emisora de su padre en Iquitos, insinuada en Recuerdo de tu hijo por un discotequero otorongo musical: del drama íntimo a las sonoras rutilancias públicas de la modernidad popular que penetra e inquieta al interior burgués, subvirtiéndolo radicalmente tanto en el orden de las representaciones como en sus propias técnicas de construcción simbólica. La extravagancia decorativa del retrato original se ve superada en la segunda versión por la extravagancia de su iconografía, sin duda, pero también y decisivamente por el contraste entre el delicado despliegue del óleo y la chirriante materialidad sintética del esmalte industrial. El despreciado artificio como artisticidad mayor.

 

 

Incluso en clave sexual. En Mi madre y yo 1 el despojamiento de las ropas concluye no en la desnudez sino –más incitantemente– en el despliegue de prendas interiores recorridas de encajes asociables a los empastes del empapelado kitsch que domina la estética de la composición. Carnalidad y cultura en una misma pulsión liberada –y con el mismo gesto contenida. Como aquella otra sirena (Lala, 2000) que fue la novia del artista, vela erecta en mano y con los pezones perversa, babosamente recorridos por sendas caracolas que sin embargo también los esconden a nuestro mirar así inquietado. O, aún más radical, el retrato extremo de ella misma (Adiós, 2002) configurando una perturbadora presencia testicular y fálica con su cuerpo inspirado en las mariposas de madera balsa sobre las que en Iquitos se pintan floras y faunas deliciosamente cursis para souvenirs turísticos.

 

 

 

CULTURA-CONTRA-NATURA

 

 

Arte-artesanía-artificio. Una tensión resuelta por la atención siempre puesta sobre el “mal gusto” de la decoración entendida como una voluptuosa construcción estética. El florero impúdicamente, ácidamente, kitsch recortado como un cuadro dentro del cuadro en Mi madre y yo 1, ocupa la integridad de otro lienzo (Florero, 1999) cuya desaforada economía simbólica es casi la de una contestación. Y un manifiesto. Atravesado de latencias. Que son también promesas: nuevos y liberadores mitos se articulan desde los restos dislocados de nuestras mitomanías impuestas.

 

 

Así al menos lo sugiere el despliegue abierto de una infancia marginal pero sensualizada en Crucifixión (¿Por qué me has abandonado?) (1999) cuyo fondo fragmentario remite al bricollage frecuente en viviendas amazónicas reconstruidas –como la de La Restinga que en Iquitos acoge a los niños de la calle, gracias a la iniciativa del artista y de Luis González Polar, entre otros. La reivindicación artística de su martirio es aquí además las de nuestras fragmentadas culturas populares. Y de sus desarrollos mesocráticamente provincianos: “Olvidemos las veces que hemos sido desmembrados o desollados por el tedio alrededor nuestro”, escribía Bendayán en la década pasada, “un cuerpo de visceras calientes y sentidos alertas se ha completado al fin”. No el retorno de Inkarrí, sino el de una sensorialidad primera, primaria, primordial. Pero no por ello menos histórica. O política. Natura es cultura.

 

 

Cultura-contra-natura. Resulta significativo que la imagen recurrente en la producción de Bendayán sea no la del homosexual sino la del travesti (Cuando va cayendo el sol, 2000). La del travestismo en sus sentidos más amplios y complejos. No la indiferenciación de lo sexual sino sus incesantes desplazamientos. Sus trastrocamientos. A veces incluso místicos: un sesgado autorretrato (1997) traviste al artista como Virgen andina. Otro lo ubica en la estampa de Sarita Colonia: la santa no reconocida de la migración, que lo es también de las represiones sexuales finalmente rebasadas por una cultura mestiza y nueva. Una Promesa Cultural surgida de lo más promiscuo y “sórdido” de nuestra contemporaneidad.

 

 

Sarita-anti-Rosita. El recuperado rubor, el encendido fulgor de sus estampas últimas, se confunde en estas pinturas con la iridiscencia de brillos vulgares en las baratas fantasías de una miseria que puede sin embargo ser un lujo (“lujo moderno”, diría Piero Quijano). Las falsas texturas de empapelados falsos. La opulencia impostada de carnosidades exhibicionistamente desparramadas sobre el derroche ornamental. La gestualidad retórica pero sentida de un charro iquiteño en la celebración policial del Día de Santa Rosa con desteñidas vedettes y globos amarillos sobrantes del Año Nuevo. Pero un paisaje de motivos arrococadamente espurios –y otro límpido del abierto celaje amazónico– nos hablan de salvaciones y trascendencias tan complementarias como contrapuestas.

 

 

Incluso la oscura alegoría del ocaso paterno (Condena, 1999) busca la imagen procaz y callejera para manifestarse: la bruja, el demente, el ser descompuesto. El cuerpo sin compostura. Y en el fondo las iconografías otrora radiantes de la calcomanía popular, ahora ominosamente ensombrecidas. Una de ellas –el león rampante– corresponde también a la talla en la cabecera del lecho paterno. El-lecho-del-Padre (pace Lacan): lo Real buscando desesperadamente articularse en lo Simbólico.

 

 

 

LOW AND LOWER

 

 

También en ese otro sentido que la etimología griega del término (sumballein, juntar, reunir) vincula a la articulación reparadora de aquello antes roto y fragmentado. Como en las suturas que el artista despliega sobre un abierto Corazón berraco (2002). O en los visibles remiendos de las alas de mariposa injertas a la efigie de Sarita en la selva (2002) y al cuerpo lánguido de una púber desnuda (Paciente, 2003).

 

 

La herida primordial a la que cada caso pareciera remitir es la diferenciación sexual, pero articulada también a la distinción cultural. “Christian stilo único”, reza el cuadro de 2000 que se nos ofrece como un ordinario pero inquietante letrero publicitario para un salón de belleza “unisex”. (“Se afilan tijeras y cuchillos”, advierte la leyenda inferior).

 

 

En esa línea el cuadro precursor sin duda es Estética Center (1998). Desde la propia ambivalencia del título: algo más que una ironía ferozmente antiacadémica asoma tras este retrato de dos travestis en plena sesión cosmética en el escenario chillón de una peluquería de barrio, con panteista altar incluido. Una ironía, pero también un goce. Un desborde libidinal: “Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad”, proclama la gigantesca banderola que el artista prepara en 1997 para una exposición itinerante sobre nuestros violentados derechos humanos. El lema insólitamente acompaña a la exaltada figura grotesca de una barata vedette ensayando poses alcóholicas y obscenas sobre un escenario en llamas. Pero nuevamente es en la sutileza casi decorativa del fondo que asoma la beligerancia radical del sentido. De los sentidos: un mosaico de imágenes ríspidamente dispares pero igualadas por un mismo agrisado tratamiento. Y por la técnica popular del esténcil recortado que le sirve de plantilla a pintores de guardafangos. La agresiva yuxtaposición de artes plásticas y artes marciales, religión y pornografía... Fricciones replicadas desde la crisis interna de cada una de esas categorías: Santa Rosa vs. Sarita Colonia. El expuesto pero adusto busto de Claudia Shiffer vs. los ojos entrecerrados y la abierta boca anhelante de una putita caricaturezca. ¿High and low?

 

 

            Low and low, en realidad. Low and lower. Lo vulgar y la aún más vulgar. “Golpear el artificioso mundo burgués”, es cómo en una entrevista el artista resume su programa. Pero impactarlo no mediante un estatuto de autenticidad –como si eso existiera– sino con un artificio aún más portentoso. La (post)modernidad popular. En toda su fulgurante perversión. Que nos redimirá. “Como ave carroñera, este sujeto se nutre de despojos, de lo despreciable de la sociedad y pretende legitimar comportamientos aberrantes”, proclama auto-paródicamente a fines de 1996 el cómplice del artista embozado bajo el seudónimo de “El Inquisidor”. En algunos diccionarios, esa ave suele llamarse aura.

 

 

 

CRISTIANO

 

 

El aura es también esa tensión entre proximidad y distancia que suele sugerir la experiencia religiosa. Una emoción a veces asociable a las energías circuladas entre el placer y la culpa, entre el pecado y la fe. Entre los bares y los cementerios y hospitales de Iquitos que Bendayán recorre en búsqueda de imágenes, como otros artistas recorren galerías y museos.

 

 

Hay algo especialmente perturbador en aquel díptico de 1998 que retrata a la novia y al artista como la primera pareja bíblica –la pareja genésica– reunida y separada por los atributos de la Tentación y la Caída. La mirada precisamente caída de Adán sosteniendo con una mano el arrancado Árbol de la Vida y con la otra un roto avión de juguete. Y la abertura genital en la manzana (la Manzana) que ostenta triunfante una Eva ofrecida como santa por las aureolas de rosas y como puta (embarazada) por las prendas de encaje –con la serpiente como collar obsceno.

 

 

         La crisis fálica en clave mística. Pero Adán es también el principio de la bisexualidad, por extraer Dios a Eva de su cuerpo. La prolongación aquí sugerente de ambos cuellos remite al autorretrato de 1997 en que Bendayán acumula sobre su propia semblanza los atributos cruzados de la Virgen María y el Cristo sufriente, superponiendo la corona de rosas a la corona de espinas en tanto sendas palomas blancas fijan la mirada del espectador desde los hombros del artista. La Madre, el Hijo y el Espíritu Santo en un solo cuerpo travestido que es, a su vez, la alegoría sacra del Padre ausente. El Padre acaso latente en un tercer pájaro, todo negro, que asoma entre las manos de una efigie espléndidamente ataviada y rodeada por las estilizadas flores que identifican a la tradición del retablo ayacuchano –y por esa vía a cierta cultura andina también citada en las distorsiones anatómicas asociables a la imaginería religiosa del taller qosqeño de la familia Mendívil.

 

 

Se trata, en realidad, de un momento de excepción y quiebre para una obra que por largos momentos se identificará principalmente con los más estridentes signos de la modernidad popular, sin por ello perder su tensión religiosa. Una demostración culminante podría ser aquel tríptico dedicado a Quistococha (2001), la “laguna de Cristo” que en medio de la selva vincula creencias espirituales y prácticas hedónicas. Como en estas banderolas cuyos brochazos de esmalte agresivamente confunden iconografías sacras y discotequeras: la cabeza ascendida de El Salvador, fecundando con su sangre las aguas míticas entre animales totémicos y la “mujer-boa”, esa sexual bailarina en cuyo penetrante cuerpo penetrado la vulgaridad revela todas sus glorias.

 

 

            La Revelación: “Odio la estética de la belleza –exclamaba Bendayán en 1999– y estoy decidido a investigar en la verdad que se esconde tras el comportamiento sórdido del ser humano”. El alma nueva de una corporalidad excedida. Tras lo escabroso de algunas de estas imágenes se percibe el aleteo de lo sagrado. Incluso de modo literal: las mariposas que el pintor trabaja por primera vez en Quistococha proliferan luego tropicalmente en sus obras hasta ocupar la superficie entera del lienzo. O marcan apenas una sutil incisión en el sentido de cuadros como aquella conmovedora imagen de la madre que sostiene estoica a su hijo enfermo de SIDA en el hospital popular de Iquitos (29, 2003). Una pietá que es al mismo tiempo un memento mori: las válvulas que regulan el flujo de oxígeno y de vida al yacente se nos ofrecen además como relojes, al exhibir por error un doble juego de agujas. Una equivocación inconsciente que refuerza la carga religiosa ya acentuada en una tela paralela (30, 2003) donde el paciente se ve tan sólo acompañado por la proyección fantasmatica del Sagrado Corazón de Jesús exhibiendo sus sugestivas llagas.

 

 

            Ambas piezas coinciden con el duelo surgido de la ruptura amorosa demarcada por títulos que citan la codificación numérica de los cuartos en coincidencia con las edades del artista y de su novia. Algo decisivo para la obra de Bendayán cambia a partir de estos cuadros. Una transmutación que remite tal vez a la borrada historia familiar iniciada por León Bendayán, el bisabuelo sefardita que a fines del siglo XIX parte desde los desiertos de Marruecos para desembarcar en los bosques de Iquitos persiguiendo las quimeras del caucho. Todavía en el cementerio judío de esa ciudad se conservan las lápidas de varios de sus hijos, con estrellas de David y grafismos hebreos desgastados por las lluvias. Pero no se encuentra entre ellas la de José, cuya conversión al catolicismo ubica sus restos en otro camposanto y carga de connotaciones otras el nombre bautismal del nieto pintor: tras el apelativo de Christian asoma así un olvidado quiebre religioso tanto como lingüístico. Una inflexión reforzada acaso por la predisposición materna a ofrecer la actuación de su hijo neonato representando a Jesús en los nacimientos populares de la ciudad.

 

 

         Es imposible no asociar esa anécdota sin duda marcante con aquella flamante pintura epifánica del Divino Niño levitando sobre la algarabía mística de los niños terrenos de la amazonía (Yo reinaré, 2004). La Salvación no es aquí un trance sino un goce festivo. El Gran Goce que redime a la naturaleza misma también en Quebrada y Días de gloria (2004): dos penúltimos cuadros idilícos de inmersión bautismal en las aguas lúbricas de la selva.

 

 

         Sus aguas salvíficas.

 

 

 

CODA (LO IMPURO Y LO CONTAMINADO)

 

 

Tal vez entre las tantas narrativas superpuestas en la obra de Bendayán debamos leer también una novela de Redención. Y en ese estricto sentido quizá la pieza determinante sea un tríptico de grandes dimensiones pintado el año 2000. En realidad un autorretrato desplazado hacia el homenaje a cierta experiencia vibrátil de “calle” encarnada en Iquitos por Luis Cueva Manchego, más conocido como “Lu.Cu.Ma”. Un criminal rescatado de la prisión y del manicomio por la devoción mística y una práctica pictórica ambulatoria en la que alterna letreros comerciales con íconos alucinados, narrativas autobiográficas e imágenes religiosas de rara intensidad. Piezas de toda índole cuyas marcas de sexualidad y violencia Bendayán reproduce y extrema hurgando en ellas un sentido primario/primordial de la representación y de la materia plástica misma. Pero la variedad de técnicas populares así ensayada se despliega alrededor de un pulquérrimo retrato al óleo de Lu.Cu.Ma. mismo, expuesto en la artisticidad mayor de su propia corporalidad, recorrida de tajos y tatuajes no menos arquetípicos por parecer vulgares.

 

 

El más tradicional y complejo de los lenguajes plásticos entregado a la exaltación de las inscripciones más elementales. Que son también las más esenciales. La cerveza que aquí Lu.Cu.Ma. acerca risueño a su boca contrasta con los pinceles sostenidos en una mano izquierda (izquierda) que además ostenta las manchas pictóricas de su oficio. Ése bien podría ser el detalle definitorio de esta obra y de la obra toda de Bendayán: las manos necesariamente, gozosamente, sucias de la pintura en una sociedad cuya dominante cultural es lo impuro y lo contaminado. La belleza nueva que de todo ello saldrá.

 

 

 



* Este texto desarrolla anteriores reflexiones mías sobre la obra de Christian Bendayán y anuncia la versión superior que acompañará al libro a ser próximamente publicado por el Museo de Arte del Centro Cultural de San Marcos. Su presentación en un foro dedicado a José María Arguedas responde a la solicitud de reflexiones actualizadas sobre las inquietudes presentes en ese escritor, antes que sobre sus escritos mismos.

 

La referencia, en este caso, es obviamente la preocupación última (algunos dirían terminal) por la modernidad popular en la obra de Arguedas. Pero también, más sutilmente, la perturbación sexual que anima y descontrola sus textos, tan conmovedoramente ubicados bajo esa sombra del padre ausente que es –tal vez– una de nuestras condicionantes culturales más decisivas.

 

 

 

Email: casasur@casasur.org Web: www.casasur.org Teléfono: 996262884 Lima-Perú
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